La puerta en la nariz
No terminé de preguntarle a David si estaba seguro de aceptar el desafío de hacer este libro, cuando alcanzó a deslizar una mueca reveladora de su afirmación al tiempo que aprovechaba para atajarse: ‐ Vos sabés que yo realmente quiero contarte todo lo que pasó. El problema es que no recuerdo la mayor parte de las cosas que me pasaron en Auschwitz. Son más de cincuenta años y hay un gran vacío de tiempo en el medio. Tené en cuenta que hasta hace diez años, yo casi no había hablado de este tema con nadie. Mi hermano Moshe murió en el ´92 y jamás mencionamos una palabra de lo que nos pasó en el campo. Era como un secreto que no compartimos ni siquiera entre nosotros. No sé si es mi memoria, pero la mayor parte de las cosas que me sucedieron quedaron atrapadas en el campo. Aunque algunas veces pasa algo que, de golpe, despierta un recuerdo que estaba dormido. Y es como desenterrar algo que estuvo escondido durante mucho tiempo. Como aquella noche cuando me golpee con la puerta del baño en la nariz; te acordás…
Hice un gesto de negación con la cabeza mientras lo interrumpía: ‐ No David; recuerdo muchas anécdotas que me fuiste contando a lo largo de los años, pero ninguna que se relacionara con una puerta en la nariz.
Respiró sereno e hizo un ademán introductorio mientras me decía: ‐Te cuento entonces.
David se despertó de madrugada con ganas de ir al baño. Eran como las cuatro según el reloj de la mesa de luz y Raquel estaba durmiendo tranquila, así que intentó desplazarse en la oscuridad sin hacer ruido. Entró sigilosamente al baño y una vez allí giró su cuerpo repentinamente sin darse cuenta que la puerta estaba a medio abrir. Sintió un fuerte golpe en la punta de la nariz, como un latigazo involuntario. De repente y sin esperarla, una historia que durmió durante cincuenta años en su memoria, despertó de improviso.
David se vio formando una hilera frente a la barraca que le fue asignada en el campo de exterminio. Frente a él, un oficial alemán gritaba furioso, aguijoneando el aire helado de Auschwitz con sus insultos. Parecía estar descontrolado y los motivos podían ser cientos: alguien que se fugó frente a sus narices, un temor que no lo dejaba dormir o simplemente su cuota diaria de morbosidad que no había sido satisfecha hasta el momento. Lo cierto es que el amenazante nazi, profería unos alaridos aterradores, tan indescifrables como elocuentes. Para acompañar esos gritos, enarbolaba al viento su revolver, haciéndolo girar entre sus dedos e intensificando entre los espectadores de turno, el temor angustiante por la proximidad de unas balas agazapadas en la recámara. Esa noche, un frío atroz perforaba el intangible traje gris con el que David intentaba protegerse del invierno y parecía insensibilizar a todos los que allí esperaban angustiados el resultado de esa farsa. Auschwitz estaba tan helado como para comprobar en carne propia que no es de azufre sino de hielo de lo que está hecho el infierno. “‐ Cuando el suplicio se extiende tanto tiempo, llega un momento en que ya no te importa quién es el destinatario de la bala que amenaza asomar desde el revolver; lo único que te interesa es dejar de oír esa cadena de gritos e intimidaciones escupidas al aire, que alargan con perversa insanía el martirio innecesario de quien finalmente tiene que caer”. Por fin, el verdugo de turno se decidió a dar por terminada su opereta y empezó a jugar con el dedo sobre el gatillo, dibujando un horizontal columpio y apuntando con la punta del revolver hacia ambos extremos de la hilera. Pasó reiteradas veces por la cara de los sentenciados a fin de hacerles sentir que podía matarlos dos o tres veces a cada uno si aquel fuera su verdadero deseo. Aunque eso le robaría la diversión de mañana, y la de pasado, y la de pasado…. La mirada nunca sabe donde ocultarse en un momento así. Mirarlo de frente puede ser tan letal como esquivarlo. Agachar la cabeza y rezar una y mil veces parece ser la única escapatoria para acelerar el fin de ese martirio. De repente un alarido de fuego escapa del cañón y por un instante, David sintió un latigazo seco y demoledor en la punta de la nariz. “‐ Como cuando me choqué con la puerta del baño”.
Alzó instintivamente su mano derecha. Tocó la punta de su nariz. Todavía estaba allí, junto a un río de sangre que fluía incesante. Sus dedos se tiñeron de rojo mientras su mirada, incrédula, se colgaba de ellos. Intentó detener el flujo de sangre haciendo presión con dos dedos sobre la nariz mientras intentaba ayudarse limpiándose con el puño de la camisa. No sentía nada, más que el dulce sabor de la sangre filtrándose por entre las comisuras de sus labios. Apretó bien fuerte con el pulgar y el índice, tratando de detener la hemorragia. No parecía ser tan grave. Miró a su alrededor y descubrió un manojo de nieve cuya blancura contrastaba con el furioso rojo de su mano. Aplicando un puñado de nieve sobre la nariz – pensó ‐ la hemorragia cedería. Por un instante, la gente había comenzado a dispersarse a su alrededor esquivando su cuerpo como un bulto inoportuno. Se agachó con algún esfuerzo, tratando de llenar su puño de hielo. En un fugaz recorrido, su mirada alcanzó a divisar la figura del hombre que segundos antes había estado parado a su lado. Recortado sobre la nieve blanca, un pálido y ensangrentado rostro parecía haber encontrado la definitiva bala que segundos antes apenas alcanzó a rozar su nariz. Se puso de pié y retornó a la barraca.
Nunca había recordado esa anécdota, hasta que una puerta mal cerrada del baño se la devolvió de improviso, como un vendaval inclemente que tarda más de cincuenta años en llegar.
Martin Hazan
Abril del 2007